REFLEXIONES/ El fruto del descuido

Gabriel Páramo
@lavacadiablo

No quiero que esta columna parezca un himno a la intolerancia o al autoritarismo. Nada estaría más alejado de mí que esas actitudes, pero a veces ocurren cosas que me hacen pensar que la sociedad está muy mal y que lo que requiere es orden, disciplina y buenos modales.

Sí, ya sé que suena horrible, pero no se me ocurre otra cosa. Por un lado, años de desatención familiar nos han legado generaciones de jóvenes paradójicamente consentidos, a los que no se les puede decir nada sin que se sientan injustamente lastimados en sus derechos humanos o en su dignidad. Si se les pide que bajen las patotas de las bancas donde se sentará otras personas, se indignan porque se vulnera su libertad, si la alguna universidad hace un examen de admisión y lo reprueban, es clara muestra de prepotencia y discriminación, si bajan un trabajo de Internet y reprueban, el maestro es el culpable.

Niños cuyos padres, maestros y guías estaban demasiado ocupados como para ponerles atención, ahora reciben como pago la mirada indulgente y culpable que impide corregir. Nos olvidamos que la naturaleza tiene mecanismos extraordinarios de eliminación de los débiles y que cuando la cultura y la civilización fallan, entran en escena.

Como las huestes nazis, la mayoría de las personas hace lo que hacen los demás, se escudan en la muchedumbre, sólo cumplen órdenes. La responsabilidad no existe, todo es una carrera de ratas para ver quién se compra el súper coche de 250 mil pesos, quien se chupa más chelas o quién se acuesta con quién.

Por supuesto que esta no es una situación exclusiva de los jóvenes ni “en mis tiempos, sí había respeto”. Por supuesto que no. Simplemente, estamos viviendo una dinámica social que se deteriora más cada día.

Un ejemplo de esta situación tuvo lugar hace unos días en cierta universidad de bastante prestigio. El protagonista principal fue un estudiante de 19 años cuyas metas en la vida son “un coche fregón, muchas nenas y echar mucho desmadre”.

Resulta que en su evaluación bimestral de alguna materia, debía hacer un trabajo de investigación. El profesor les explicó claramente cómo la quería y les advirtió que, si la bajaban de Internet, los reprobaría.

Enfatizó mucho en ello, les explicó, exponiéndose a que la mafia de profesores lo apuñalara por difundir secretos del gremio, las maneras principales que tienen los maestros para darse cuenta de que un trabajo es bajado; les contó la anécdota de una alumna que el semestre pasado hizo eso y cómo había reprobado… en fin, creía que todo estaba claro.

Cuando revisó los trabajos, vio que un alumno lo había bajado el suyo de Internet, de la manera más estúpida posible. Buscó las páginas (sí, eran las dos primeras en google.com), las imprimió y habló con el alumno, quien indignado, le dijo y que lo bajo de Internet ¡porque todos sus compañeros lo hacen! y que además, el maestro calificaba como se le da la gana, que no le interesaba hablar del asunto y que el profesor “le hiciera como quisiera”.

O sea, que él no era el culpable. Por supuesto, el regaño fue el equivalente a una palmada en la mano; el profesor salió mal evaluado, le asignaron menos horas de clase…

 

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